Lilián Pallares, AL TACTO

     por juan carlos de sancho

Me cansa la poesía que no cuenta, la que demanda un sobreesfuerzo de interpretación. Lilián Pallares huye de ese lugar inhóspito: se atreve con lo que toca, como aquellos escritores japoneses que escribían sobre lo que tenían más a mano, un camino solitario, el copo de nieve en la ventana, la hoja que levanta el vuelo al paso del tren, la madre moribunda del poeta Saito Mockichi, los gusanos de seda, las orugas de montaña. La poesía que menciona la realidad cercana.

Qué bueno que la jaula se vuelva pájaro, la palabra liberada del peso de la metáfora excesiva, del adjetivo sin color, del pesado mármol que impide ver la estatua que guarda dentro. Pallares trasiega con el pájaro liberado aunque mantiene la jaula escondida en su juiciosa melancolía, como cuando escribe que la noche se traga la montaña: / de ella solo queda la idea de lo que fue. La idea, en otro lugar ahora, apartada de lo que entonces sobrevino. La palabra nómada, luminosa.

Desprenden perfumes estos poemas, te desplazan a Barranquilla, saben a caña quemada, a remolinos y mariposas, danzan con ellos las viejas mulatas, se escuchan tambores. Sabe la poeta colombiana que también en las hojas secas vive el bosque, y no lo dice por decirlo sin más, lejos de la cansina elocuencia. Avanza en la turbulencia de sus recuerdos, en los sustos de la niñez, atrevimiento de la autobiografía que rompe la barrera del dolor latente para recuperar la ilusión de lo que está por venir. Me tumbo a leerla y la distingo jugando la baza de su cosmología, incluso imagino el poema en horizontal para saborear mejor los argumentos que me cuenta, el cielo y el infierno que detalla.

Me gusta imaginar quien es la que ahora leo, en que anda ocupada, en que andaba entonces. Este libro lo permite porque baila, sueña y cavila en el vértigo. Picasso recomendaba al artista no excluirse de la obra, así la obra sería más genuina, más obra. Descubro a Lilián mirando de frente lo que franquea y aunque a ratos indefensa y frágil, construye en paralelo palabras con aire para
convertirse en pájaro y eludir la jaula, la que guarda en la inocencia, como una reliquia, descalza. Huele a canela, los abanicos barranquilleros son sus alas.

Me identifico con los lugares simbólicos de Lilián Pallares, sus viajes quiméricos entre la ficción y la realidad, un mundo de laberintos donde incluso el reloj de pared abandona el tiempo en la página 46. Lilián disfruta con la piñata de sus palabras. Al golpearla en Madrid cae este libro en sus manos, los bordes del mundo que vienen de la página 47, la fragilidad de nieve de su madre que intenta reanimar en la página 49. Ya es una mujer pájaro visitando la Casa de América con su vértigo bajo el brazo. No le temas al vuelo, no le temas, le cuenta a la diosa Cibeles.

Echaba en falta libros como Pájaro, vértigo. Ningún sabor es comparable al atrevimiento. Las palabras son naves o pájaros que transportan esencias si lo que se cuenta refleja un mundo incomparable y propio. Este es el caso que ahora relato. La vida es un caos entre dos silencios, comentaba Samuel Beckett. Pero entre tanto ajetreo y desorden, alguna que otra vez los periquitos con su algarabía incesante despiertan a los contadores de estrellas.

Por su forma de estar en el mundo es por lo que me atraen algunos escritores, sobre todo los que se alejan de la moda y lo previsible. Tienen el talento de saber estar atentos a lo que se renueva continuamente, sin perder de vista el rastro del caracol, la construcción de la concha que queda como prueba indudable de su provechosa lentitud.

Tengo más razones para recomendar este libro de Lilián Pallares. Pero ahora me toca llamarla al viejo Madrid y comentarle que ya esta lista la crónica. Esta es una visión compartida, la del lector que vuela en el mismo vértigo. Esta es la noche de la memoria, de la bulliciosa caída del grano. No se la pierdan, están advertidos.
Islas Canarias, 8 Octubre, 2014.