Mantras de invierno

por Lilián Pallares

Tengo frío, tengo frío, tengo frío.

Qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte.

No puedo más, no puedo más, no puedo más.



Tiritar con los dientes apretados, envolverse en capas y capas de ropa hasta extraviarse, colgarse de la bufanda, ver la tele arropado con una mantita, tener el rostro pálido y el cabello desgreñado, comer chocolate, tomar te, comer chocolate, tomar te, beber vino tinto, vodka, ron o pacharán en su defecto, subir de peso, sentir pereza, agobio, tristeza, deseos de no salir de la cama sólo si es estrictamente necesario, hacer el amor enrollados en el edredón, toser, moquear, atascarse como la nieve en las ruedas de los coches cuando llega la factura de la calefacción, y lo que falta, son algunos de los síntomas que padecemos cuando el invierno llega con su oscura y fría melodía.

Como mujer nacida en el Caribe, amante del sol, las chancletas y el calor, vivir a pocos grados de temperatura es un auténtico tormento, más si le sumo que debo abrigarme de pies a cabeza hasta perder la figura, el sex appeal, la libertad de movimiento, la desnudez. Y no es una banalidad, pero el clima influye tanto en nuestras vidas que transforma nuestras dinámicas de ser y estar; no somos los mismos en primavera con la sangre alterada, que en verano con ese ardor recorriendo nuestros cuerpos, ni con ese toque sepia del otoño que hace más románticos nuestros paseos por el parque. ¿Qué podemos decir del invierno?

Cuando de forma compulsiva hago mi consulta-ritual por Internet sobre las predicciones metereológicas y veo que se avecina una inminente ola de frío siberiano, cuyo nombre técnico es aire polar continental, pienso en el encierro que me espera y grito el siguiente mantra: «¡Qué horror, qué horror, qué horror!». Antes de que objeten mis alegatos, se que podría salir a caminar entumecida por las gélidas calles de la ciudad y apreciar como la naturaleza se revela de manera sorprendente en cada ciclo. Es obvio que la vida sigue, pero una poderosa fuerza me recluye de puertas para adentro, y sin más, comienza la introspección, el viaje interior.

Es a partir del mantra «No aguanto más esta m…» cuando considero vital replantearme todo mi discurso y encontrarle un sentido verdadero a esta etapa de supervivencia polar. ¿Qué me quiere decir este puñetero frío? ¿Después de tantos resfriados y gripes qué debo aprender más allá de lo que me recetan en la farmacia 24 horas? ¿Por qué estoy aquí y no en el Caribe bajo una palmera tomando agua de coco?

El invierno no sólo se manifiesta a nivel físico, también lo hace a nivel mental, energético, emocional, espiritual. Es un periodo de austeridad, muy acorde con estos tiempos de recortes, es una estación propicia para la inspiración mística y la soledad, ideal para dejar la mente en blanco como la nieve que cae libre y lo aclara todo, asimismo nos sirve para pensar en frío sin el acaloramiento de nuestras pasiones veraniegas. En conclusión, es perfecto para congelar nuestro infierno imaginario.

Muchas veces las tinieblas son luz oculta tras el velo. Sólo basta con intuir como en las largas noches de invierno la vida se gesta para renacer en la primavera: cambian los árboles que pierden sus hojas, las semillas crecen bajo la oscuridad de la tierra, el sol es más tímido, las estrellas brillan incesantes para alumbrar nuestros pasos, las montañas parecen apetecibles conos de helado con sus picos cubiertos de nieve. Por fuera el paisaje se enfría, pero por dentro el fuego se aviva.

Puede parecer que tengo 40 grados de fiebre y deliro hasta decir basta, pero no es así, todas estas reflexiones son producto de mi recogimiento invernal. Es evidente que no puedo dejar de sentir frío, pero si cambiar mi manera de afrontarlo, y ¿por qué no? comenzar a invocar nuevos mantras de invierno que me calienten tanto como mi manta.



Imagen de Charles Olsen

Publicado originalmente en El mosquitero – EntreTanto Magazine, 23 octubre 2013